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14 de mayo, 2015


El paisaje grita que es otoño. El suelo que piso es una alfombra dorada que cruje quejosa bajo mis pasos. El pasto verde crece lento y mezquino. Yo ahorro nafta y horas de trabajo con el tractor, pero los animales luchan para arrancarlo de abajo del manto de hojas. Hoy, una cosechadora enorme y roja fue y vino todo el día entre el mar dorado de maíz. Ya de noche y con las luces enormes encendidas, terminaron de llevarse todo dejando una sensación de desamparo y un silencio ruidoso al que costará acostumbrarse. Tal vez algunos de ustedes hayan vivido cerca de un campo sembrado y en ese caso, habrán escuchando el ruido tan particular que hace el viento al pasar entre las plantas de maíz. Ese sonido, con el transcurrir de los meses que tarda la planta en madurar, termina siendo parte del paisaje. Ahora, hay que acostumbrarse al silencio. El tiempo de cosecha tiene algo de celebración y algo de pesadumbre. La tierra ofrece generosamente su fruto y el hombre en pocas horas, se lo lleva dejando los campos desolados. Ahora será el tiempo en que los cazadores invaden (y yo gasto balas). Hoy el paisaje quedó definitivamente otoñal y en estado de latencia. Los que somos muy permeables, sentimos que nuestro estado de ánimo cambia con el cambio del paisaje. Somos parte indiscutible de un todo, es imposible que los cambios de ese todo no nos afecten. Se vacían los campos, se duermen las tortugas, se desnudan los árboles, emigran los pájaros... pero nos queda la esperanza de que pronto, un nuevo círculo volverá a dibujarse y todo eso que ahora se aleja, estará otra vez al alcance de nuestras manos. Trato de no olvidar eso y mientras el nuevo círculo se traza, intento disfrutar y agradecer por este presente.



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